Te dejé en Irigoyen. En esa estación en la que una vez, al pasar fugazmente, vi el atardecer plasmarse entre el contraste de las sombras de viajeros, que sentados sobre los bancos de aquella estación esperaban a la vida para impregnar sus pobres cuerpos.
¿Puedo esperar que hayas leído lo que mi mirada tuvo para decirte, o lo que mi sonrisa dijo a pesar de la tristeza? No fueron mentiras tejidas en mi cara, pero apenas si podemos entendernos con palabras, con esa limitación que traen impresas ¡como si ya no tuviéramos suficientes vergüenzas en el alma!
Aunque ahora te esté recordando, elegí esa estación, por que es la estación del olvido, bajar en Irigoyen, respirar su aire, su viento de amnesia, y volver como recién nacidos.
A pesar de eso, hay otro olvido en Irigoyen, es aquel que atrapa a sus pasajeros, entre el rechinar de metales, el ruido de las bocinas lejanas y el misterio de sus andenes vacíos. Tuve que arriesgarte a ese olvido, con el temor de que caminaras junto a esas vidas que no saben quienes son.
Sobre éste tren que parte hacia un lugar distante, miro atrás, contemplo tu figura alejarse, volverse sombra. Allí es cuando me parece ver como cada uno de los encantos de Irigoyen te va rodeando, y haciendo gala de sus maromas te vuelven parte de él.